miércoles, 21 de abril de 2010

Tu Susurro

La vida era un simulacro de lo real hasta que el viento trajo tu voz a mi habitación. Inesperada como tormenta en tiempo estival, como el olor a tierra mojada, llegó tu voz.

Entró un susurro por la ventana que estaba abierta de par en par. Eran días calurosos, tú gemías, yo tan solo. Tu suspiro traspasaba la pared. Quedé inmóvil, hechizado, creí haberme enamorado. No te vi yo, sólo te escuché.

Tu susurro atronador inundó mi casa, y me olvidé de todo, yo sólo te escuchaba. Me diste la vuelta a la cabeza como a un calcetín. Petrificado, te imaginé. Tu voz febril recorrió todos los muebles de la cocina, hizo temblar la ropa tendida, y sobre mi frente se fue a posar.

Aquel rumor sonaba a viejo abracadabra y removió las pelusas bajo la cama. Abrió mis libros, los cajones, mi corazón. Mientras ella amaba todo se paró. Y en la calle volaron todas las palomas, se desvanecieron las sombras, se detuvo toda la ciudad.

Así pasaron lentos los días de aquel verano. Pasaba el tiempo esperando volver a oír tu voz. No salía de casa por si llegaba tu canto. Y entre gemidos cristalizó nuestra relación. Imaginaba como serías mientras yo te escuchaba temblar. Sólo sé que yo te amaba, que tus jadeos me hablaban. Te convertiste en mi obsesión. No importaba aquel que hiciera estremecer tus caderas, yo sabía que yo era tu amor.

Tu susurro atronador inundó mi casa, y me olvidé de todo, yo sólo te escuchaba. Me diste la vuelta a la cabeza como a un calcetín. Petrificado, te imaginé. Tu voz febril recorrió todos los muebles de la cocina, hizo temblar la ropa tendida, y sobre mi frente se fue a posar.

Aquel rumor sonaba a viejo abracadabra y removió las pelusas bajo la cama. Abrió mis libros, los cajones, mi corazón. Mientras ella amaba todo se paró. Y en la calle volaron todas las palomas, se desvanecieron las sombras, se detuvo toda la ciudad.

Y de repente sin previo aviso no vino más a visitarme de cuando en cuando aquella voz. Perdido y solo ahora que haré yo sin mi solaz en esta celda sin ave que me cante al albor.

Pasaron los días y mi ventana abierta sigue de par en par. Llueva, nieve o truene yo te esperaré siempre. Sé que tus susurros han de regresar. A veces afino, en el silencio, mis oídos y creo escucharte sobre el murmullo de la ciudad.

Tu susurro atronador inundó mi casa, y me olvidé de todo, yo sólo te escuchaba. Me diste la vuelta a la cabeza como a un calcetín. Petrificado, te imaginé. Tu voz febril recorrió todos los muebles de la cocina, hizo temblar la ropa tendida, y sobre mi frente se fue a posar.

Aquel rumor sonaba a viejo abracadabra y removió las pelusas bajo la cama. Abrió mis libros, los cajones, mi corazón. Mientras ella amaba todo se paró. Y en la calle volaron todas las palomas, se desvanecieron las sombras, se detuvo toda la ciudad.

Tu Susurro - Ismael Serrano

viernes, 9 de abril de 2010

Segundo Extracto

Para siempre... ¿Qué es eso, Paula? He perdido la medida del tiempo en este edificio blanco donde reina el eco y nunca es de noche. Se han esfumado las fronteras de la realidad, la vida es un laberinto de espejos encontrados y de imágenes torcidas. Hace un mes, a esta misma hora, yo era otra mujer. Hay una fotografía mía de entonces, estoy en la fiesta de presentación de mi reciente novela en España, con un vestido escotado color berenjena, collar y pulseras de plata, las uñas largas y la sonrisa confiada, un siglo más jóven que ahora. No reconozco a esa mujer, en cuatro semanas el dolor me ha transformado. Mientras explicaba desde un micrófono las razones que me llevaron a escribir El plan infinito, mi agente se abrió paso en el gentío para soplarme al oído que tú habías ingresado al hospital. Tuve el presentimiento feroz de que una desgracia fundamental nos había desviado las vidas. Cuando llegué a Madrid dos días antes, ya te sentías muy mal. Me extrañó que no estuvieras en el aeropuerto para recibirme, como siempre hacías, dejé las maletas en el hotel y, agotada por el esforzado viaje desde California, partí a tu casa donde te encontré vomitando y abrazada de fiebre. Acababas de regresar de un retiro espiritual con las monjas del colegio en el cual trabajas, cuarenta horas a la semana como voluntaria ayudando a niños sin recursos, y me contaste que había sido una experiencia intensa y triste, te abrumaban las dudas, tu fé era frágil.
-Ando buscando a Dios y se me escapa, mamá...
-Dios espera siempre, por ahora es más urgente buscar un médico. ¿Qué te pasa, hija?
-Porfiria - replicaste sin vacilar.
Desde hacía varios años, al saber que heredaste esa condición, te cuidabas mucho y te controlabas con uno de los pocos especialistas de España. Al verte ya sin fuerzas, tu marido te llevó a un servicio de emergencia, diagnosticaron una gripe y te mandaron de vuelta a casa. Esa noche Ernesto me contó que desde hacía semanas, incluso meses, estabas tensa y cansada. Mientras discutíamos una supuesta depresión, tú sufrías tras la puerta cerrada de tu pieza; la porfiria te estaba envenenando de a poco y ninguno de nosotros tuvo el buen ojo para darse cuenta. No sé cómo cumplí con mi trabajo, tenía la voluntad ausente y entre dos entrevistas de prensa corría al telefóno a llamarte. Apenas me dieron la noticia de que estabas peor cancelé el resto de la gira y volé a verte al hospital, subñi corriendo los seis pisos y ubiqué tu sala en ese monstruoso edificio. Te encontré reclinada en la cama, livida, con una expresión perdida, y me bastó una mirada para comprender cuán grave estabas.
-¿Por qué lloras? - me preguntaste con voz desconocida.
- Porque tengo miedo. Te quiero, Paula.
-Yo también te quiero, mamá...
Eso fue lo último que me dijiste, hija. Instantes después delirabas recitando números, los ojos fijos en el techo. Ernesto y yo nos quedamos a tu lado durante la noche, consternados, turnándonos la única silla disponible, mientras en otras camas de la sala agonizaba una anciana, gritaba una mujer demente e intentaba dormir una gitana desnutrida y marcada de golpes. Al amanecer convencí a tu marido que se fuera a descansar, llevaba varias noches en vela y estaba extenuado. Se despidió de ti con un beso en la boca. Una hora después se desencadenó el horror, un escalofriante vómito de sangre seguido de convulsiones; tu cuerpo tenso, arqueado hacia atrás, se agitaban en violentos espasmos que te levantaban de la cama, los brazos temblaban con las manos agarrotadas, como si intentaras aferrarte a algo, los ojos despavoridos, el rostro congestionado y babeante. Me lancé encima de ti para sujetarte, grité y grité pidiendo ayuda, la sala se llenó de gente vestida de blanco y me sacaron a viva fuerza. Recuerdo encontrarme de rodillas en el suelo, luego un bofetón en la cara. ¡Tranquila, señora, cállese o tendrá que irse! Su hija se encuentra mejor, puede entrar y quedarse con ella, me sacudió un enfermero. Traté de ponerme de pie, pero se me doblaban las piernas; me ayudarona llegar hasta tu cama y después se fueron, quedé sola contigo y con las pacientes de las otras camas, que observaban en silencio, cada una sumida en sus propios males. Tenías el color ceniza de los espectros, los ojos volteados hacia arriba, un hilo de sangre seca junto a tu boca, estabas fría. Esperé llamándote con los nombres que te he dado desde niña, pero te alejabas hacia otro mundo; quise darte de beber agua, te sacudí, me fijaste las pupilas dilatadas y vidriosas, mirando a través de mi hacia otro horizonte y de pronto te quedaste inmóvil, exangüe, sin respirar. Alcancé a llamar a gritos y enseguida intenté darte respiración boca a boca, pero el miedo me había bloqueado, hice todo mal, te soplé aire sin ritmo ni concierto, de cualquier modo, cinco o seis veces, y entonces noté que tampoco te latía el corazón y comencé a golpearte el pecho con los puños. Instantes más tarde llego ayuda y lo último que vi fue tu cama alojándose a la carrera por el pasillo hacia el ascensor. Desde ese momento la vida se detuvo para ti y también para mi, las dos cruzamos un misterioso umbral y entramos a la zana más oscura.


Paula - Isabel Allende