martes, 10 de febrero de 2009

El Instante




Te vi pasar y por un instante mi mente se detuvo. En ese mismo momento diste dos pasos en dirección a mí, me miraste y esbozaste una sonrisa que sería la que me acompañaría por el resto de mis días. Recuerdo la perfección de tu rostro, la luz de tus ojos y esos hoyitos que se formaban un poquito más abajo de la comisura de tus labios. Así, con esa mirada profunda y tu cálida sonrisa, te acercaste y preguntaste mi nombre.
- Camila – te dije, pero mi cabeza no fue tan rápida como para formular la pregunta que seguía y, con un tono irónico, me dijiste:
- Yo soy Ramiro, gracias por preguntar.
Y así, con un poco de ironía y muchas risas de por medio, compartimos nuestra primer tarde juntos, intercambiamos teléfonos y unos pocos meses después éramos inseparables. Yo casi llegaba a los 30 años y vos los pasabas por unos pocos meses. Nos habíamos encontrado en el momento justo.
Pasó un año y decidimos que ya era hora de formar una familia. Sabíamos que ese amor que había nacido aquella tarde en la plaza de la Catedral iba a derivar en los hijos más hermosos y en los mejores años de nuestras vidas… y así fue.
Al poco tiempo de dar el sí en la Catedral, cuya plaza unió nuestras vidas, llegó Agustina. Era la beba más hermosa, tenía el mismo brillo que vos en la mirada, una pelusa de pelo rubio en la cabeza y unas piernas largas y delgadas.
Pasaron unos pocos años, casi tres para ser exacta, y llegó Federico. En él pude apreciar esos hoyitos en las comisuras de los labios igualitos a los tuyos pero, indudablemente él si tenía mis ojos.
La vida siguió sin grandes sobresaltos. Éramos una familia “tipo”, normal, pero sin duda el amor que nos teníamos nos diferenciaba de cualquiera otra.
Los chicos crecieron, se graduaron. Fede se fue a vivir sólo cuando obtuvo su título de ingeniero, pero Agustina no dejó la casa hasta que Martín le propuso matrimonio.
Con los años, la casa se lleno de nietos, pañales, risas y llantos. Todos crecieron fuertes, sanos y hermosos. ¡Por Dios que hermosos eran! En cada uno de ellos, te veía reflejado. A sus padres también pero la imagen de su abuelo, tu imagen, tu brillo en sus ojos, esas sonrisas hermosas y perfectas predominaban.
Algunas mañanas sentía que el tiempo se nos acababa y que la vida quería llevarnos con ella. Lo cuidé, lo amé y le regalé mi alma. Nuestro amor fue siempre tan evidente pero sólo vos supiste cuanto te amé, cuanto te amo.
La vida te arrebató de mis brazos pero me dió tiempo a despedirme, suave, lenta y amorosamente como vos lo merecías.
Después de tantos años estoy sentada otra vez aquí, en este banco de la plaza de la Catedral, esperando; dejando la vida pasar. Escucho un ruido, nada alarmante pero llama mi atención y una brisa me acaricia la mejilla. Sólo puedo cerrar los ojos y sentir ese beso cálido que sopla en mis mejillas.
Abro los ojos. Hacerlo me aterró. Volví a mis casi 30 años y vi pasar a un joven, hermoso, esbelto pero que jamás dio dos pasos hacia mi, no me sonrió ni fue el amor de mi vida. No al menos en ese instante. Pero esa brisa… esa brisa lo dijo todo y fue la que me hizo volver cada tarde a la plaza de la Catedral a sentarme en este banco. La realidad es que esperé. Esperé años y lo vi pasar una vez más. Esta vez me vió. Me sonrió. Yo sigo esperando a que la vida continúe, el quizás me hable y me ame. Y sigo esperando.




Lucía.



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